domingo, 2 de enero de 2011

Conjeturas

Conjeturas

 "El cafe"
M. J. de Larra

No sé en qué consiste que soy naturalmente curioso; es un deseo de saberlo todo que nació conmigo,

que siento bullir en todas mis venas, y que me obliga más de cuatro veces al día a meterme en

rincones excusados por escuchar caprichos ajenos, que luego me proporcionan materia de diversión

para aquellos ratos que paso en mi cuarto y a veces en mi cama sin dormir; en ellos recapacito lo que

he oído, y río como un loco de los locos que he escuchado.

Este deseo, pues, de saberlo todo me metió no hace dos días en cierto café de esta corte donde suelen

acogerse a matar el tiempo y el fastidio dos o tres abogados que no podrían hablar sin sus anteojos

puestos, un médico que no podría curar sin su bastón en la mano, cuatro chimeneas ambulantes que no

podrían vivir si hubieran nacido antes del descubrimiento del tabaco: tan enlazada está su existencia

con la nicociana, y varios de estos que apodan en el día con el tontísimo y chabacano nombre de

lechuguinos, alias, botarates, que no acertarían a alternar en sociedad si los desnudasen de dos o tres

cajas de joyas que llevan, como si fueran tiendas de alhajas, en todo el frontispicio de su persona, y si

les mandasen que pensaran como racionales, que accionaran y se movieran como hombres, y, sobre

todo, si les echaran un poco más de sal en la mollera.

Yo, pues, que no pertenecía a ninguno de estos partidos, me senté a la sombra de un sombrero hecho

a manera de tejado que llevaba sobre sí, con no poco trabajo para mantener el equilibrio, otro loco

cuya manía es pasar en Madrid por extranjero; seguro ya de que nadie podría echar de ver mi figura,

que por fortuna no es de las más abultadas, pedí un vaso de naranja, aunque veía a todos tomar ponch

o café, y dijera lo que dijera el mozo, de cuya opinión se me da dos bledos, traté de dar a mi paladar

lo que me pedía, subí mi capa hasta los ojos, bajé el ala de mi sombrero, y en esta conformidad me

puse en estado de atrapar al vuelo cuanta necedad iba a salir de aquel bullicioso concurso.

Se hablaba precisamente de la gran noticia que la Gaceta se había servido hacernos saber sobre la

derrota naval de la escuadra turcoegipcia. Quien decía que la cosa estaba hecha: «Esto ya se acabó;

de esta vez, los turcos salen de Europa», como si fueran chiquillos que se llevan a la escuela; quien

opinaba que las altas potencias se mirarían en ello, y que la gran dificultad no estaba en desalojar

a los turcos de su territorio, como se había creído hasta ahora, sino en la repartición de la Turquía

entre los aliados, porque al cabo decía, y muy bien, que no era queso; y, por último, hubo un joven

ex militar de los de estos días, que cree que tiene grandes conocimientos en la estrategia y que puede

dar voto en materias de guerra por haber tenido varios desafíos a primera sangre y haberle favorecido

en no sé qué encrucijada con un profundo arañazo en una mano, no sé si Marte o Venus; el cual dijo

que todo era cosa de los ingleses, que era muy mala gente, y que lo que querían hacía mucho tiempo

era apoderarse de Constantinopla para hacer del Serrallo una Bolsa de Comercio, porque decía que el

edificio era bastante cómodo, y luego hacerse fuertes por mar.

Pero no le parezca a nadie que decían esto como quien conjetura, sino que a otro que no hubiera

estado tan al corriente de la petulancia de este siglo le hubieran hecho creer que el que menos se

carteaba con el Gran Señor o, por el pronto, que tenía espías pagados en los Gabinetes de la Santa

Alianza; riendo estaba yo de ver cómo arreglaba la suerte del mundo una copa más o menos de ron,

cuando un caballero que me veía sin duda fuera de la conversación y creyó que el desprecio de las

opiniones dichas era el que me hacía callar, creyéndome de su partido se arrimó con un tono tan

misterioso como si fuera a descubrirme alguna conjuración contra el Estado, y me dijo al oído, con

un aire de importancia que me acabó de convencer de que también estaba tocado de la politicomanía:

–No dan en el punto, amigo mío; un niño que nació en el año II, y que nació rey, reinará sobre los

griegos; las potencias aliadas le están haciendo la cama para que se eche en ella: desengañémonos

(como si supiera que yo estaba engañado): el Austria no podrá ver con ojos serenos que un nieto suyo

permanezca hecho un particular toda su vida. ¿Qué tal? –Como quien dice: ¿he profundizado? ¿He

dado en el blanco?

Yo le dije que sí, que tenía razón, y, efectivamente, yo no tenía noticia alguna en contrario ni motivo

para decirle otra cosa, y aun si no se hubiera separado de mí tan pronto, y con tanta frialdad como

interés manifestó al acercarse, le hubiera aconsejado que no perdiese momentos y que hiciese saber

sus intenciones a las altas potencias, las que no dejarían de tomarlas en consideración, y mucho más

si, como era muy factible, no les hubiera ocurrido aún aquel medio tan sencillo y trivial de salir de

rompimientos de cabeza con la Grecia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario