lunes, 29 de noviembre de 2010

In Treatment y la adicción a la ficción

In Treatment y la adicción a la ficción

Hace un par de semanas leí una nota que escribió Casciari en su blog de El País, en este caso sobre la vuelta de la serie In Treatment.  El artículo empieza así:
“Quizá sea verdad que para los argentinos, los judíos y los neoyorquinos esta serie es algo más que una serie.  No sé muy bien qué pensarán de ella, pongamos, los murcianos que nunca han visto de cerca a un psicólogo, ni son amigos de uno, ni saben de qué se trata ese asunto a nivel personal.”
Como me sentí bastante identificada con la mayoría de los segmentos demográficos que señala Casciari, y porque ya la había escuchado a mi madre hablar de cómo todas sus amigas amaban la serie, dije: y bueno, vamos.  Eso, y tener encima cuatro años de terapia, de más está decir.
Ahora bien, es verdad lo de la psicología y los judíos y los argentinos.  Y lo de los murcianos (como genérico de españoles) también.  Acá en España hay varios chistes de argentinos, naturalmente.  Si bien la mayoría son iguales a los que se cuentan en Argentina sobre los gallegos, –sólo que en vez dicen “cuántos argentinos se necesitan para cambiar una bombilla”– hay un comentario que siempre se destaca y que vende más que la lotería de navidad de Doña Manolita:
Es un psicólogo argentino, valga la redundancia…
Me tiré toda la primera temporada en cuestión de días.  Resulta que soy adicta a la ficción, y las buenas series (ni hablar de los buenos libros) me pueden.  Si no tuviese otra cosa que hacer, creo que me quedaría mirando una temporada de 24 en 24 horas seguidas, siguiendo la pauta de la serie en su sentido más estricto y literal.  En fin, me encantó In Treatment y la recomiendo altísimamente.  También me hizo recordar varios momentos de mi propia terapia, y de la práctica tan común y divulgada del psicoanálisis en mi Buenos Aires querido.
En una época, allá por el año 2002 cuando los cinco Ayam vivíamos todos bajo un mismo techo, se alinearon los astros y se produjo un suceso tremendo: los cinco teníamos nuestras sesiones semanales con nuestros respectivos analistas el día miércoles.
A partir de ahí, el miércoles pasó no sólo a ser el segundo peor día de la semana (después del lunes), por estar todos hasta los codos con las responsabilidades y saber que todavía se está a mitad de camino; sino que cobró un nuevo sentido.
Las cenas de los miércoles tenían una cierta electricidad en el aire.  Se comía con más ganas, se hablaba menos y todos teníamos los traumas a flor de piel.  Había buen postre asegurado: siempre presente el helado de dulce de leche con brownie y chocolate goldoni de Persicco.  Claro, mi hermana Lauri y yo teníamos terapia a la misma hora y a dos cuadras de distancia, todo esto en la zona de Palermo vulgarmente conocida como Villa Freud por su altísima densidad de psicólogo por metro cuadrado.  Volvíamos juntas en un taxi todas las semanas, no sin antes parar en Persicco para asegurarnos de poder practicar toda aquella angustia oral con estilo, en las cenas de los miércoles.
Cuando hacía terapia pensaba que todo el mundo debería tratarse con un analista.  Me parecía algo tan elemental que no entendía cómo la gente podía sobrevivir sin excavar en su pasado, en sus sueños, en sus relaciones, sin saber lo que es hablar mientras que el terapeuta lo mira a uno a los ojos y a la vez toma notas por debajo del escritorio.
Hoy soy uno de esos seres que no están en un estado de constante auto-reflexión, y a veces lo extraño.  Por momentos pienso que mi terapia es esta adicción a la ficción, a leer, mirar y analizar personajes.  Algún día volveré al diván y alguien se hará un festín.

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