viernes, 24 de diciembre de 2010

Desigualdad líquida

Desigualdad líquida

Judío y polaco. Este binomio aplicado a una persona que nació en 1925 no puede sino conllevar tragedia. No obstante, Zygmunt Bauman, pese a haberse visto obligado a exiliarse en dos ocasiones –primero por la persecución nazi y más tarde por las purgas soviéticas-,  supone una excepción a la regla. Este sociólogo nacido en Poznan es una de las figuras más reconocidas de su disciplina en la actualidad. No por los premios que acumula  -el último ha sido el Príncipe de Asturias-, sino por la riqueza de los conceptos que ha acuñado.

Si por alguna idea es conocido Bauman, es por la de modernidad líquida. Ése es el punto central de su teoría y, como no podía ser menos, alrededor de él giró la conferencia que dio en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM el pasado viernes. Bauman explica el concepto de modernidad líquida mediante la contraposición de la etapa anterior: la modernidad sólida. 

Vivíamos en un mundo sólido porque todo era mucho más rígido. Económicamente hablando, las empresas dependían de sus trabajadores para prosperar, al igual que éstos dependían de aquéllas para sobrevivir. Esto obligaba a ambas partes a entenderse, capital y mano de obra representaban las dos caras de una misma moneda, inseparables. Sin embargo, la liberalización de los mercados y el proceso de mundialización desequilibraron la balanza. Se elevó una de las dos partes, relegando a la otra a una posición de sumisión. Esto es así porque la desaparición de las fronteras mercantiles permitió a los dirigentes de las empresas cambiar la localización de sus centros de producción, que aprovecharon para llevarse sus fábricas a países con legislación laboral menos exigente. Así consiguieron ahorrar enormes cantidades de dinero en costes de producción, al recortar en gran medida los gastos salariales. De esta forma, la cruz de la moneda –la mano de obra de los países desarrollados en los que antes se situaba la producción- perdió gran parte de su capacidad de presión. Sus armas para alcanzar sus intereses se volvieron en su contra, pues el hecho de hacer una huelga traía consigo el riesgo de que los propietarios decidieran trasladar los centros de trabajo a otras latitudes menos combativas.

Henry Ford, creador del modelo de producción basado en la cadena de montaje, vivió en la etapa de la modernidad sólida. Una de las razones del éxito de este fabricante de automóviles fue el que doblara los salarios a sus trabajadores. Ford se dio cuenta de que le merecía la pena reducir en parte los beneficios de su empresa a cambio de obtener la seguridad de que sus subordinados no se fueran con la competencia. Este ejemplo demuestra esa relación de dependencia mutua que existía anteriormente: Ford necesitaba a sus trabajadores para producir sus coches, y los trabajadores necesitaban a Ford para alimentar a sus familias. Hoy en día esa relación se ha roto. Ahora una de las partes tiene el poder de manejar la incertidumbre. El trabajador de un país desarrollado ha perdido gran parte de sus herramientas para reivindicar mejoras en su nivel de vida. El empresario maneja hoy más que nunca la incertidumbre, pues tiene la posibilidad de trasladar su compañía a un lugar que le garantice mayores beneficios.
Esa falta de efectividad al reclamar los derechos sociales facilita el estrangulamiento del Estado del Bienestar al que asistimos en la actualidad. Mientras el capital fluctúa libremente, las personas somos consideradas como meros productores. Autómatas al servicio de la empresa para crear valor y beneficio. Esa mentalidad deshumanizada se entiende en el marco de la crisis de valores contemporánea. Aunque la desigualdad siempre ha existido, nunca como hoy se ha dado la falta de preocupación por el semejante. El individualismo exacerbado corroe las relaciones sociales, reduciéndolas a simples transacciones donde ambas partes obtienen algo a cambio. La lógica del capital se ha convertido en el nuevo credo y el hereje que disiente es condenado al reino de los locos.

“¿Cuántas personas tienen que vivir en la miseria para que una sola sea rica?”. Bauman citaba así a José Saramago para denunciar la grave situación de inequidad que existe en el mundo. Con la modernidad sólida las diferencias entre personas ricas y pobres dentro de los países desarrollados se reducían, mientras que la distancia entre Estados avanzados y en vías de desarrollo aumentaba. Ahora, con la era líquida, las dinámicas se invierten. Las economías nacionales se igualan, los países emergentes aumentan su producción de riqueza gracias a las inversiones de los capitales occidentales, pero se acrecientan las desigualdades interiores, los ricos de los países del Norte cada vez acaparan más frente a sus compatriotas pobres. Para demostrarlo Bauman pone un dato sobre la mesa. Anteriormente el 1% más acaudalado de la población de EEUU poseía el 8% de la riqueza nacional. Ese mismo 1% de población aglutina hoy el 23% de la riqueza. Esto quiere decir que las diferencias económicas dentro de la primera potencia mundial se han triplicado. No parece muy razonable que una sociedad tan avanzada como la actual, en la que se utiliza la más puntera tecnología, y que ha sido capaz de instrumentalizar el entorno subordinándolo a la satisfacción de las necesidades humanas, sigan aumentando las desigualdades entre las personas. Nunca en la historia la humanidad había sido tan productiva –el PIB mundial de 2009 fue de $58,228 billones y, sin embargo,2.800 millones de personas viven con menos de dos dólares al día.

Y es que los gigantes avances tecnológicos –una de las principales causas del gran incremento de la riqueza mundial- que hemos vivido a lo largo del último siglo -y sobre todo en los últimos 30 años-, en vez de contribuir al bienestar humano, parecen destinados a aumentar el control sobre los individuos. Los teléfonos móviles, por ejemplo. Es cierto que facilitan enormemente nuestra vida al permitirnos localizar a una persona en cualquier momento, pero eso mismo provoca también que estemos localizables todo el día para nuestro jefe. Como dice Bauman: “llevamos 24 horas el despacho a cuestas”. Similares argumentos se podrían alegar sobre otras tecnologías como los ordenadores e Internet. Éste último, instrumento de incalculable potencial debido a su carácter democratizador –como ha demostrado Wikileaks-, probablemente no tardará en caer preso de las aspiraciones del poder, nada interesado en la existencia de resquicios que puedan hacer tambalear su posición dominante.

No obstante, pese a todos estos factores, Zygmunt Bauman no pierde la esperanza. Su optimismo reside en que la humanidad, que por sí sola no parece darse de cuenta que elsálvese quien pueda no es el camino correcto, pronto se verá obligada a cambiar. “Para continuar con nuestro ritmo de vida actual necesitamos cinco planetas en vez de uno”. Estas palabras del sociólogo polaco hacen referencia al agotamiento de La Tierra. Nuestro planeta se resiente, tras más de dos siglos de revolución industrial no parecen quedar ya muchos recursos por exprimir, por lo que nos veremos forzados a limitar el crecimiento productivo. Tendremos que frenar la constante creación de nuevos bienes, lo cual no tiene por qué ser una mala noticia. Así tendremos más tiempo para disfrutar de los que ya tenemos. Y puede que la modernidad vuelva a solidificarse.

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